
Cantaba apretando un pañuelo de seda en su mano izquierda, donde, según la leyenda, escondía una bola de hachís que iba penetrando en su piel y le permitía ejecutar sus interminables canciones y mantener el torrente de voz. Es poco probable que fuera así, aunque sí es cierto que sus canciones, de sólida raigambre árabe, duraban tanto que a menudo debía grabar versiones más reducidas para que cupieran en los discos de vinilo, a razón de una canción por disco. En sus actuaciones semanales en público, radiadas en directo por la poderosa cadena Sawt al-Qahira (La Voz de El Cairo) y escuchadas en todo el Mundo Árabe, realizaba variaciones e improvisaciones.
Su muerte provocó suicidios y expresiones de histeria colectiva. A su funeral asistieron más de 4 millones de dolientes -uno de los más grandes de la historia- y se desencadenó en un tumulto cuando la multitud tomó el control de su ataúd y lo llevaron a una mezquita que según decían era su favorita, más tarde lo liberaron para el entierro. Fue enterrada en loor de multitudes y con honores de jefe de Estado en la célebre ciudad de los muertos.