jueves, 25 de febrero de 2010

Palmira



Cuelgo artículo sobre Palmira publicado en el nº85 de National Geographic Viajes.






Viaje a Palmira para contemplar el esplendor romano de Siria
La Antigüedad no ha dejado ni en Italia ni en Grecia algo comparable a las ruinas del desierto de Siria», así hablaba de Palmira el Conde de Volney en su libro Viajes por Egipto y Siria, de 1788. Siguiendo sus pasos, podremos sentir la fascinación que despierta la ciudad caravanera que, según cuenta La Biblia, fundó el rey Salomón. En su milenaria historia destaca una mujer, la reina Zenobia, que desafió al Imperio Romano nombrándose Reina de Oriente y convirtió Palmira en una de las mayores metrópolis del Mundo Antiguo. A medida que nos aproximamos desde Damasco, la capital siria, se comprueba por qué de todos los enclaves antiguos del Próximo Oriente, Palmira es la que mejor mantiene su identidad: está instalada junto al palmeral que le dio nombre –asirios e hititas la denominaban Tadmor, del semítico tamr, dátil– y separada centenares de kilómetros de cualquier otro núcleo urbano. Lo que hoy se calificaría como aislamiento, durante la época romana (siglo I a. C.-III d. C.) era una posición estratégica. Su situación en medio del desierto y a una distancia equidistante de los ríos Éufrates y Orontes, la convirtió en un lugar de paso para las caravanas de la Ruta de la Seda, la histórica vía que unía Oriente y Occidente. «Palmira es una beduina llorando porque está vestida como una romana», escribió la novelista y poeta inglesa Vita Sackvill-West (1892-1962) en su libro Doce días. Y es cierto, todos los monumentos que se conservan son de época romana, fechados entre los siglos I y III. Pero el visitante descubrirá que la ciudad no sigue el típico trazado romano pues, a pesar de la gran Vía Columnada, el Tetrápilo y algunas calles rectilíneas, su diseño original es oriental. El inicio del dominio de Roma sobre Palmira, con la creación de la provincia de Siria en el año 63 a.C., determinó su «edad de oro» y el cambio del nombre de Tadmor por el de Palmira –del latín palma, palmera–. Entonces, desbancó a ciudades poderosas de la región como Petra y concentró el comercio caravanero, enriqueciéndose y actuando de forma independiente bajo el poder teórico de Roma. El siglo III supuso el «canto del cisne» de Palmira, especialmente bajo el breve reinado de Zenobia (268-272 d.C.), cuyo recuerdo ha inspirado a escritores de todas las épocas, desde el poeta medieval inglés G. Chaucer en The Canterbury Tales (siglo XIV) hasta el español José Luis Sampedro, en La vieja sirena, de 2002; la soberana de Palmira también influyó a pintores del siglo XIX como H. Schmalz y W. Bouguereau. Hermosa, audaz y ambiciosa, Zenobia se consideraba descendiente de la reina Cleopatra y, como ella, se enfrentó a Roma, construyendo un imperio que abarcaba Asia Menor y Egipto, y que pretendía extender hacia Occidente. Fue derrotada y desterrada por el emperador Aureliano. La decadencia de Palmira llegó poco después. El comercio halló nuevas rutas y, en época del emperador Diocleciano (siglo IV), la función de la ciudad se había reducido a defender las fronteras orientales de un Imperio Romano cada vez más inestable. El denominado Campo de Diocleciano, un conjunto de edificios con carácter militar, data de aquella época. Se aconseja acabar la visita al atardecer, cuando la piedra adquiere tintes dorados y anaranjados. Aún queda una última visión de Palmira si ascendemos al monte tras el que desaparece el sol. Allí se erige el castillo árabe Qalaat Ibn Maan, el único testimonio no romano que ha sobrevivido al tiempo.